“Morir mirando un arcoiris” es una extraña metáfora, no sé si se pueda en verdad hablar de una muerte colorida. Dejando de lado, el factor determinante de que estoy viva y que nunca, en efecto, he estado muerta y por lo tanto, no puedo hablar del color de la muerte y su experiencia, si puedo decir que es un frase interesante y sobre todo en esta tarde. Hablaré entonces de la mirada a la realidad, desde mi vida. Para aquellos que me conocen, saben que en general, a pesar de mi amor por la pintura, mi visión respecto a las cosas es un tanto… digamos: monocromática. Desde luego, todo en esta vida tiene matices, pero la muerte…bueno eso es otra cosa, dejaré aquellos autorizados a analizarla la palabra, si es que, claro, se deciden a tomarla.
Todo esto viene a cuento debido a que el día de hoy, o mejor dicho ayer, por que esto ya es madrugada, fue posible la visualización de un hermoso arcoiris. Me dirigía hacia el Centro Universitario Tlatelolco, cuando de pronto un paisaje maravilloso se descubrió ante mis ojos. Un contraste tan brutal que no pude sino atesorarlo en mi memoria, no sin lamentar profundamente la falta de mi cámara fotográfica para pellizcar, si es que es posible, un milimétrico fragmente de lo que percibí.
Caminaba por la calle de Ricardo Flores Magón, cuando de pronto apareció, así como no queriendo, era ancho y grande, muy marcado, 7 colores que gritaban con un dejo de humanidad fascinante: Mírame, soy único y soy irrepetible. No sé cuánto tiempo tenía que no había visto un arcoiris así de hermoso, pero es precisamente esa ausencia en mi memoria lo que me dice que, en efecto, tiene ya bastante. Imagínense ustedes mi asombro al verlo ahí tan gallardo, tan neutro, tan… [Inserten aquí la palabra de asombro que gusten] tan todo. Ahí, justo detrás del horizonte, escondiéndose detrás del asta bandera, adornando al lábaro patrio orgullosísimo, como si la inflación., devaluación y violencia que este país arrastra no fuera suficiente.
Estaba ahí, ahí, y francamente si tuviera unos pocos años y un muchito de amargura menos, no hubiese dudado en echarme a correr intentando alcanzarlo y pararme debajo de él. Si mi cerebro racional y cuadrado, no me hubiese hecho pensar la imposibilidad de la hazaña, seguro me hubiera dado a la tarea de perseguir esa curva que se me antoja misterio de la felicidad eterna, como cuando persigo a una mariposa hasta encontrarme con una sorpresa. Sí, así de pedestre me resulta todo esto, así de natural e infantil, así es de extraño cuando tienes 24 y de pronto ves, en una avenida larga, un arcoiris a lo lejos. No sé si existan otros ojos con que maravillarse si no son con los del infante que a fuerza de superyós nos empeñamos en hacer cerrar los ojos y callar sus aventuras en el difícil acto de “crecer”, que no es lo mismo, ni por asomo, a madurar. No sé, pero hoy lo vi y de pronto tenía yo de nuevo como 5 años y unas ganas enormes de tirarme a correr sin más objetivo que tocar a los colores.
Ahí, a la mitad de la avenida, entre caminos de lo que se pensaba en otros tiempos, era la innovación de la seguridad y confort de la familia mexicana; esos edificios despojados de toda vanidad, parecían gritar la decadencia de la ciudad en la que vivimos, un destino humillante y terrible al que todos parecemos caminar sin mayores esperanzas. Ahí, en esa avenida larga y a la mitad de la nada, un colorido maravilloso adornaba hoy, el paisaje gris que, 40 años atrás, se tiño con un repulsivo color rojo aún sin respuesta y sin memoria como las grandes tragedias. Ya decía Villoro en la conferencia “tal vez no fueron tantos, pero bastaba con uno para entender que, lo que se perdió en esa plaza, no fueron víctimas, sino personas que en el círculo de lo familiar, tienen un valor irreparable.”
Fue ahí también, en esa avenida, a la altura de la calle Lerdo, donde un rechinido de llantas me distrajo de todas estas disertaciones. Iba yo caminando, absorta en la majestuosidad del acontecimiento, mirando al lado contrario del sentido de la calle cuando… un tsuru taxi me esquivaba. Yo corrí, en un impulso irracional, con la intención de completar mi camino al otro lado (como la gallina del chiste) logrando que me acercará aún más al taxi esquivándome, provocando que mi cadera chocara ligeramente con el faro del auto. Ayer, en esa avenida, rumbo a una conferencia del “Memorial de 68” impartida por Juan Villoro, casi me atropella un taxi. Anexando, una anécdota más a los inmutables edificios que todo lo han visto y que todo lo callan, desprestigiando a su memoria. ¿Cuál será el afán de la sociedad mexicana, por emular a tan grandes obras arquitectónicas? No lo sé, lo que sí sé, es que debe ser lindo ser una persona autorizada para hablar de la muerte, mirando un arcoiris. Por su puesto, ese taxi estaba lejos de matarme por la velocidad que llevaba, si acaso una fractura, no más. Sin embargo, es imposible negar que el “morir viendo el arcoiris” resulta en algo no sé… poético, ¿no creen?